|
Fidel Castro |
Ángel
del Toro Fonseca
El
día que Fidel Castro me estrechó la mano fue el más importante de mi vida.
Luego que me sucedió, aprendí que en la vida de un ser humano se atesoran otros
tres hechos relevantes: el primero, el más feliz y el más doloroso. De manera inconcebible
en mi caso, estas tres ocasiones adicionales coinciden con la figura del
Comandante en Jefe.
Corría
el mes de Julio de 1988. Santiago de Cuba se inquietaba hasta los adoquines de
sus añejas calles por la inmensa cantidad de transformaciones, que acompañaban a
la conmemoración del aniversario 35 del asalto al Cuartel Moncada. El acto
nacional, planificado para la Plaza de la Revolución Antonio Maceo, era un
hecho cierto por la dedicación de los santiagueros. Pero el gigante no se
estuvo un solo minuto quieto dentro de la ciudad capital oriental, recorrió los
municipios de la provincia e inauguró obras como tocadas por una mano divina.
Por
aquellos días, personalmente acumulaba dos años y medio de estar vinculado al
Servicio Social como Licenciado en Periodismo en la Emisora Radio Majaguabo de
San Luis. La posibilidad de que Fidel inaugurara el Hospital General Alberto
Fernández Montes de Oca de aquella ciudad, en ocasión de la efemérides del
Moncada, era casi una realidad. Los responsables de coordinar este suceso,
llegaron hasta nuestra emisora unos días antes del 26 de Julio e indicaron la
preparación de dos periodistas del municipio para dar cobertura al posible
acontecimiento.
Para
dos periodistas bisoños como Ángel del Toro Fonseca y Rafael Barriel Sueque, la
posibilidad de participar en una cobertura de prensa con el protagonismo del Comandante
en Jefe, significaba como graduarse en la Escuela de Periodismo de la
Universidad de Oriente y ser enviado de inmediato a dar cobertura al primer
vuelo a Marte con asiento incluido en la nave. No niego que sin ninguna
experiencia anterior y muy pocos vínculos con experimentados colegas del medio
radial, nos preparamos para hacerle una entrevista al Comandante. Luego la
experiencia vivida nos dejaría ejemplos sobre cómo enfrentar a la grandeza
desde la humildad profesional.
El
26 de julio de 1988, San Luis de las Enramadas amaneció como de fiesta. Todo el
pueblo se movilizó hacia los alrededores del Hospital que habíamos ayudado a construir
muchos compatriotas con horas voluntarias de madrugada. Mi colega y yo
arribamos en horas bien tempranas de la mañana, recibimos una breve acreditación
y la primera pregunta del funcionario encargado de la atención a la prensa nos
dejó paralizados: ¿Para qué dos periodistas con la única grabadora de reportero
que existía en Radio Majaguabo?
|
SONY TCM _ 5000 |
Ante
el rostro serio de quien invitaba a sacarnos del lugar a uno de los dos bisoños,
solo atiné a expresar: “Pues uno para controlar los niveles del audio y el otro
para acercar el micrófono y asegurar la grabación”. La carcajada del
interlocutor no se hizo esperar, pero para bien de nuestra primera experiencia
extraordinaria, nos quedamos los dos en el interior del hospital.
Los
pensamientos sobre cómo sucedería mi primer encuentro con el Comandante en Jefe
ocuparon casi la totalidad del tiempo de espera; solo una ovación inmensa me
hizo volver a la realidad. Eran ya las 7.30 de la noche; habían transcurrido ¡12
horas! desde que había ingresado a las áreas del hospital de San Luis y me
parecía que el tiempo no había pasado. Pero no había dudas: Había llegado Fidel.
De
inmediato, los encargados de la Seguridad Personal del Comandante, convocaron a
los pocos periodistas, médicos y trabajadores seleccionados que se encontraban
en el interior de la instalación médica hacia una de las salas con mayor número
de equipos. Por uno de los pasillos aledaños pude escuchar las carreritas de
personas que luego desembocaron como un torrente en el área para dar cobertura
a la visita de Fidel. En solo segundos, quedé relegado a un rincón del salón y
solo pude apreciar la gorra verde olivo del Comandante que se desplazaba rápidamente
a lo largo de la habitación. En un abrir y cerrar de ojos, mis sueños del gran
reportaje y de la entrevista personal a Fidel se fueron al piso. Es que no
alcanzaba ni a verlo siquiera.
Una
mano salvadora de alguien que nunca pude ver y que hasta hoy desconozco, me
tomó de la muñeca derecha y abriendo paso enérgicamente me colocó al frente de
la primera hilera de reporteros. El gigante cubierto de verde olivo brillante,
coronado por un rostro de piel rosada, ofrecía su mano cálida a los presentes;
con humildad extendí mi derecha y ceñí el micrófono de mi heroica SONY con la
izquierda. Fidel me estrechó la mano, mas bien, mi diestra quedó guardada como
en un cofre cálido, que se abrió y desplazó rápidamente hacia otras manos.
Los
recuerdos son tan atropellados como las grabaciones de aquel día. El gigante
probó la fortaleza de cada uno de los equipos de la primera sala de
rehabilitación física con que contaba el municipio de San Luis, elogió la
iluminación y jocosamente comentó sobre el calor reinante. Luego interrogó:
¿Bueno y los sanluiseros no tendrán un vasito de agua por ahí? Una trabajadora
de inmediato se apresuró a alcanzar el líquido pero fue interceptada
amablemente por quienes ya le traían un vaso al Comandante.
La
conversación se tornaba interesante, Fidel preguntó hasta los límites de la
imaginación; quienes le contestaban sudaban a chorros y este servidor seguía en
el empeño de hacer la trascendental pregunta en nombre del pueblo sanluisero,
cuando Fidel; con la rapidez que le caracterizaba; salió a grandes zancadas del
local y se dirigió a la cerca perimetral del Hospital. Los abrazos, saludos y
apretones de mano con el pueblo, llovieron en medio de los esfuerzos de la
escolta para limitar aquel intercambio demasiado efusivo. Nunca pude ver cómo se
cortó la cinta de la inauguración. Las anécdotas me duraron años a flor de
labios, pero la mano derecha ya no se sorprende cuando la extiendo y contraigo,
recordando el día que Fidel la estrechó y dejó en ella el ascenso al grado de
revolucionario.